Nunca quiero que llegue

Oh, el invierno, el invierno. Estación llena de magia y alegría, repleta de mejillas enrojecidas y sonrisas blancas, enormes y radiantes. Estación de fraternidad con la familia, los amigos y los no tan allegados. Cuán bonito es el invierno que incluye a la no menos preciosa Navidad.

Las calles repletas de luces, los centros comerciales llenos de hombres vestidos de duendes y Papá Noeles. De guapas mujeres con piernas tan largas que les llegan hasta el suelo y un escote de aquí a San Petesburgo. Pero qué bonita es la Navidad, coño.

Te levantan los gritos de tu madre porque ha nevado y los árboles ya no son verdes sino blancos, los coches ya no son coches sino igloos, y las calles ya no son calles sino campos de batalla donde el mayor arma es una gran bola de nieve.

Pero y si no... qué. No hay nadie en la calle. Puedes discutir contigo mismo en voz alta (y acabar teniendo la razón) y nadie te mirará raro, ni te tachará de loco, ni acelerará el paso pensando que has empezado las fiestas antes de tiempo.

Todo un año sin saber de ellos y juntarse un día para cenar para olvidar todos los malos rollos con una manta dulce cariño y con olor a cordero asado. Bravo.

Y mientras los centros comerciales llenando sus arcas porque para demostrarnos lo mucho que nos queremos nos dejamos un riñón, un ojo y hasta pierna y media en regalos. Cada cuál más grande, con una caja aún más grande,con un envoltorio con el que podemos arropar a Pau Gasol  y con un lazo que daría dos vueltas a la Tierra y aún podríamos dar otra media.

La Navidad es una fiesta de fachada, donde nos hacemos nuevas promesas que nunca cumpliremos. Si quieres hacer algo en tu vida no lo prometas en Nochevieja, chico.

Nunca quiero que llegue y nunca quiero que se vaya.

¿Por qué con las mujeres me pasa igual?

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