He de admitir que estaba enamorado de ella

Llegaba tarde a mi cita, como siempre. Una botella de ginebra y unas antiguas revistas musicales tenían la culpa.

La noche había sido muy larga, demasiado larga para haber sido sólo una, quizá fuesen dos… El correo estaba sin abrir y las sábanas respiraban por fin entre lágrimas, alcohol, sudor y sexo. Unos cuantos años se perdían por el desagüe acompañados de agua y jabón, mientras mi voz ronca y rota cantaba sin mucho acierto el ‘New York, New York’. Después de volver de entre los muertos busqué en la nevera algo parecido a un desayuno, cada vez llegaba más tarde.

La ciudad es bonita en esta época; Chinatown comienza a llenarse de puestos de frutas y flores, los negocios de Little Italy emergen de las alcantarillas, los rusos invaden los cafés mientras planean cómo matar a un tipo que sale a trabajar como todas las mañanas desde hace quince años, y que sólo tuvo una mala racha jugando al Black Jack. Mala suerte. Los negros saltaban a las canchas intentado a emular los míticos duelos Jordan-Johnson, Bird-Stockton, pero al final acaban gritándose: ‘ha sido pasos, negro’, a lo que el otro le respondía: ‘¿pasos?, tú no ves los pasos ni aunque te los haga en la cara hijo puta’.

Seguro que se estaba preguntando dónde diablos estoy.

El señor Strauss debe estar gozándolo en su Gloria, ciento veinte pavos por unos míseros vaqueros pero, eh, pone Levis. Las camisas rezan por volver a sentir el acero caliente de una plancha que olvidé como usar en cuanto dejé de vivir con mamá y papá. Me até los zapatos y di las gracias a Dios por mantenerme con vida otro día más.
Desde la puerta el piso parecía la recepción de un local de crack, si es que existen; cajas de pizza, Rolling Stones que valdrían cien de los grandes si no las usase de posavasos para botellas vacías de whisky o bourbon, películas porno, cajetillas de tabaco, pitilleras, ropa interior de mujer – ¿de qué mujer sería? ¿Y cuándo coño estuvo aquí? – y un largo etcétera.

Desde el pasillo se escuchaba a la mujer del casero gritar al joven del cuarto piso que aún le debía el alquiler de ese mes. Pobre infeliz, a ese chaval se lo habían cargado en una de las muchas esquinas de la ciudad por quince mal cortados. 

Debía ir por el segundo o el tercer café, si es que no ha empezado ya con el vino.
Había quedado con una mujer a la que conocía desde hace al menos veinticinco años. Su nombre es lo de menos. A mí me gustaba llamarle La Grand Marnier, ya imaginarás por qué. Era una mujer preciosa, bajo mi punto de vista, pelo largo, morena, ojos oscuros, labios finos… Pero lo que más me atraía de ella era su capacidad de vivir la vida, siempre llena de energía, ganas de pasarlo bien, de conocer gente. – La vida hay que vivirla. Pero es como todo, hay que saber, y eso requiere tiempo. Si no empiezas pronto, cuando te decidas a aprender y, por fin, sepas, no te quedarás fuerzas para vivirla. Es más, puede que ya estés tieso – Toda una filósofa.

Nuestra relación era extraña. Éramos amigos y nos queríamos, y a su vez nos servíamos de desahogo sexual de vez en cuando. He de admitir que estaba enamorado de ella, pero cómo iba a decírselo. Una mujer hermosa, con clase, buena posición económica...

Con un hombre como yo, borracho la mayor parte del tiempo, muriendo un poco más cada vez que la llama del Zippo entraba en contacto con un cigarro, a punto de quedarme sin luz por no pagar las facturas, crítico conmigo mismo hasta el punto de ser autodestructivo. Alma de poeta y corazón de barro, un semi bohemio que había soñado con vivir de sus escritos, pero que no escribía, un intelectual que vivía en un poema que no rimaba, un bastardo que agonizaba empapado en alcohol, esperando a que los pulmones fallasen y el coma etílico pusiese fin a esta mierda. Al menos sé que tengo un buen asiento reservado en el infierno.

Me paré en una tienda a comprar algunas flores. Como no soy un gran entendido le dije a la dueña que eran para una amiga un poco especial, y ella hizo el resto del trabajo. También perdí un poco de tiempo en un estanco comprando tabaco de liar, una cajetilla nueva y un Zippo que tenía escrito en el reverso: Hazlo por ella.

Como ya llegaba casi una hora tarde decidí acelerar la marcha. Es curioso observar a las personas. Cada una es un mundo y cada mundo es un pañuelo, o algo así creo recordar. Los hay altos, bajos, gordos, flacos, rubios, castaños, calvos, melenudos, con bigote, sin él, con traje, con chándal, deportivas, zapatos… todos distintos y con una cosa en común, sólo piensan en ellos mismos. Si levantas la cabeza mientras andas por la calle te das cuenta de que todos van mirando no mucho más allá de sus propios pies, como reservándose a los demás, egoístamente, haciendo parecer que cruzar una mirada doliese. Un día decidí salir a la calle sonriendo, y es asombroso la cantidad de gente que te para por el camino y dice: ‘un gran día, eh, qué te ha pasado, has mojado a que si, lo sabía…’ ¿Tan raro es sonreír hoy en día?

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